Jayne Mansfield
Galería fotográfica y biografía sobre la actriz Jayne Mansfield.
Noche del 29 de junio del 67. Una familia hace el trayecto en coche entre Biloxi, Mississippi, y Nueva Orleans. En el asiento delantero van el chofer, Jayne Mansfield , actriz de Hollywood de capa caída, y su última pareja y abogado Sam Brody. En el trasero duermen tres de los hijos de un matrimonio anterior de la actriz. Al mismo tiempo, a muchos kilómetros de allí, un oscuro personaje conocido como Anton LaVey, autoproclamado Papa Negro, recorta con unas tijeras una foto de él mismo en una revista. Al darle la vuelta al recorte ve que en la página trasera había una foto de Jayne Mansfield, a la que ha cercenado la cabeza con las tijeras sin darse cuenta. Mientras, ya de madrugada, la familia continúa su viaje. Todos los pasajeros menos el conductor duermen y una intensa niebla comienza a invadir la carretera. De pronto, aparece un camión detenido ante ellos y el chofer no tiene tiempo de esquivarlo. El choque es frontal, los tres adultos mueren en el acto y de la violencia del golpe Jayne Mansfield es decapitada.
Este morboso relato es una presencia fija en las recopilaciones de maldiciones de Hollywood, misterios y escándalos de las celebridades y enigmas de la meca del cine. Como suele ocurrir, es demasiado “buena” para ser verdad. La historia del brutal accidente es cierta, pero no lo es que Jayne Mansfield perdiera la cabeza (la intervención accidental o no de Anton LaVey queda a la credulidad de cada cual) , lo que ocurrió fue que la peluca que llevaba salió despedida y en las fotografías del atestado podía confundirse y dar pábulo a rumores truculentos.
Rumores que fueron suficientes para que Kenneth Anger los diera por buenos e incluyera el infundio en Hollywood Babilonia. Escrito e impreso en una de las biblias del cotilleo cuanto más malintencionado mejor, ya poco importa que la desdichada Jayne muriera en circunstancias terribles de por sí; para el mundo, su cuerpo fue mutilado, y todos sabemos que ante una leyenda lo bastante poderosa, la verdad tiene poco que hacer. Hoy, lo que más se recuerda de la vida de Jayne Mansfield es, precisamente, su muerte.
Puede que esto sea injusto, pero tiene lógica. La Mansfield nunca fue una estrella de primer nivel sino una de las starlettes surgidas a rebufo del éxito de Marilyn Monroe, como Diana Dors o Mamie Van Doren, empleadas por los estudios como competencia e imitación de la rubia más famosa del cine. En gran parte, fue ella misma quién decidió que fuera así. Cuando Marilyn comenzó a despuntar a principios de los 50, la joven Jayne vio la oportunidad y la inspiración para convertirse en actriz, se tiñó el pelo de platino y convenció a su primer marido, del que había tomado el apellido, para plantarse en Hollywood con su primera hija a remolque. Contaba con varios factores ineludibles sobre los que cimentar una carrera: belleza innegable, ambición a prueba de bombas y unos grandes y prominentes pechos.
Como explica Karina Longworth en su podcast You must remember this, Jayne, una mujer muy inteligente que hablaba cinco idiomas, pensó que podría jugar de forma consciente la carta de la rubia tonta, darle a los estudios y al público de Hollywood lo que querían, explotarse como estereotipo a conciencia, ganar y salir indemne. Adelanto: no lo consiguió.
Aunque durante un tiempo parecía que sí lo había logrado. Jayne fue una de esas pioneras en explotar su propia imagen y ser muy conscientes de que su físico era una rentable herramienta de marketing. Por el efectivo método de ir a todas las fiestas, dejarse ver –cuando tienes ese cuerpo, ¡tienen que verte!– y maniobras publicitarias del estilo de dejar caer la parte de arriba de su bikini en una piscina durante un acto de prensa, consiguió comenzar a hacerse conocida, salir de forma habitual en Playboy y protagonizar comedias como The Girl Can't Help It o Una mujer de cuidado junto a Rock Hunter.
Si Marilyn era la bomba sexual por excelencia, con Jayne todo se llevaba al extremo paródico. La curvilínea actriz era una especie de dibujo animado andante pero sin la tristeza desvalida y las posibilidades dramáticas de Marilyn.
Y en su vida cotidiana actuaba como tal: su relación con el culturista Mickey Hargitay respondía a la definición de “pareja neumática”, y en un alarde de coherencia y visión de sí misma como un producto, en el 57 se trasladó a una mansión que bautizó como el Pink Palace. La vivienda era una fantasía pintada de rosa que hubiera hecho las delicias de una niña de cuatro años o una Barbie de cualquier edad: piscina en forma de corazón con la frase “I Love You, Jaynie” grabada en el fondo, moqueta mullida por todas partes, piano blanco, paredes acolchadas forradas de cuero rojo, pieles de osos polares y rincones dedicados a exponer las numerosas portadas de revistas que Jayne iba acumulando. En esa casa fueron criados los hijos de la pareja, incluida Mariska Hargitay, la hoy estrella de Ley y Orden.
Jayne parecía la encarnación del sueño americano, vulgar y de espumillón, sí, pero real al fin y al cabo. Hasta que los problemas empezaron a llegar. El matrimonio con Hargitay se rompió, y Jayne comenzó a encadenar relaciones cada vez más malsanas hasta acabar con hombres que la maltrataban y se aprovechaban de su dinero. Todo ello agravado con que los estudios dejaron de ofrecerle trabajo. Puedes formar parte de un chiste colectivo porque vas a sacarle un buen beneficio, pero cuando el chiste deja de tener gracia o se ha contado demasiadas veces, el mundo pierde interés en ti. Marilyn Monroe murió a los 36 años, los sesenta hicieron su irrupción y de pronto la idea de una rubia voluminosa capaz de incomodar a la mismísima Sophia Loren con su obviedad (“Estoy vigilando sus pezones porque temo que caigan sobre mi plato. En mi cara puedes ver el miedo”, diría la italiana sobre la famosa foto que las retrató juntas) dejó de parecer moderna.
No es que la explotación sexual ni el erotismo como objeto de consumo para los hombres pasasen de moda, pero ahora se llevaba un envoltorio diferente.
Prueba del loco, loco rumbo del Hollywood de los 60 fue la presencia de Anton LaVey, una especie de mago, brujo, estrella mediática y principal impulsor de la Iglesia de Satán en Estados Unidos. Escritor de la biblia satánica, su filosofía de materialismo y apego a los placeres terrenales, adornada con espiritualidad new age y abundante parafernalia, fue un éxito en su época que todavía resuena hoy, especialmente entre el mundillo del cine sediento de novedades.
Jayne Mansfield, una mujer moderna que había consumido ácido y experimentado con las drogas psicodélicas, visitó su mansión y hay fotografías que la retratan participando en lo que parecen misas negras o arcanos rituales satanistas. Aquí, claro, entra en juego la imaginación, los rumores y las anécdotas publicitadas por el propio LaVey, que no dudó en anunciar que había participado en la película La semilla del diablo como “asesor satánico”, algo falso. Algunas historias dicen que la actriz y el satanista tuvieron una aventura que terminó mal, otras que durante una visita a casa de LaVay de Jayne y su última pareja, Sam Brody, éste decidió reírse de su anfitrión encendiendo unas velas en teoría sagradas. Esto desató el enfado de LaVey, que aseguró que Brody acababa de cargarse con una maldición que, de no apartarse de su novio, acabaría por alcanzar a la propia Mansfield.
Sí ocurrió algo dramático que podría haber tenido peores consecuencias, en el que los agoreros ven una prueba clara de la maldición por no tomarse en serio el satanismo: durante una visita a un zoológico, el pequeño Zoltan, hijo de Jayne y Mickey Hargitay, fue atacado por un león. Aunque pudo salvarse, tuvo que someterse a varias cirugías para sanar las terribles heridas. Otras “desgracias”, como el robo de joyas de Jayne o el que la acusasen de evasión de impuestos, suenan menos a maldición misteriosa. Claro que lo peor estaba por llegar: el accidente que le costó la vida a la pareja y del que los niños salieron indemnes.
Es una especie de amarga ironía que tengamos mucho más presente a la Mansfield muerta que a la Mansfield viva. No sólo las circunstancias de su fallecimiento, que fueron mefistofélicamente –nunca mejor dicho– relacionadas con LaVey contribuyen a esto, sino también los comentarios de que Jayne se apareció como fantasma en su hogar, el Pink Palace.
Según Hollywood.com una de los propietarios posteriores de la casa encontró una remesa de prendas que habían pertenecido a la actriz. Sintió el impulso poderoso de ponérselas, y de ahí comenzó una monomanía por coleccionar objetos que habían pertenecido a Mansfield, hasta que una noche escuchó una voz de mujer de ultratumba que le decía “Sal de aquí”. El Pink Palace también tuvo habitantes ilustres, como la cantante Cass Elliott del grupo The mamas and the papas o Ringo Starr, que protagonizó su propio minipoltergeist cuando intentó pintar el edificio de blanco para observar atónito que el rosa original de las paredes volvía a hacer una y otra vez su aparición, como si la casa se negase a dejar de ser rosa.
En los 70, el cantante Engelbert Humperdinck, fan declarado de la actriz, decía con toda naturalidad oler con frecuencia su perfume en las habitaciones y hasta habérsela encontrado en una ocasión vestida de negro paseando por su antiguo hogar. Tristemente, las apariciones del fantasma cesaron después de que la casa fuese bendecida por un cura en 1980.
El Pink Palace fue demolido en el año 2002 y hoy casi nadie recuerda las películas de Jayne Mansfield ni a ella más allá de las circunstancias macabras de su muerte. Pero nos dejó un buen puñado de historias pop para el recuerdo, una hija estrella de la televisión y unas cuantas imágenes icónicas. No está mal para lo que se pensó que era solo una Marilyn de marca blanca.
Fuente del texto: Vanity Fair
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